jueves, 18 de agosto de 2011

el matrimonio, tolerado, restringido, denigrado por el cristianismo

No hay ninguna palabra contra el matrimonio en la doctrina de Jesús, sus hermanos y sus primeros discípulos estaban casados. El Nuevo Testamento subraya que “nadie aborreció jamás su propia carne” y que las mujeres “se salvarán por su maternidad” y ordena que las jóvenes se casen tengan hijos y administren su casa”. El Libro de los Libros que está lleno de contradicciones sin embargo también elogia a aquel que “no se mancha con las mujeres”. Pero la denigración contra el matrimonio comenzó con San Pablo y ha proseguido después con numerosas referencias a su doctrina o con falsificaciones en algunos apócrifos tardíos, donde se dice que el propio Jesús ordena que “el soltero no contraiga matrimonio” y anuncia que ha venido a “deshacer la obra de la mujer”.

La monogamia y la institución del matrimonio como sacramento procedían del paganismo y durante siglos las bodas no fueron un asunto religioso. En Europa oriental, las bendiciones nupciales no se hicieron obligatorias hasta el siglo IX, desde ese momento el obispo adquiere el derecho a recibir un emolumento a cambio, en ese mismo momento en Europa occidental el papa Nicolás I considera innecesaria una ceremonia religiosa de esas características. Pero el consentimiento de los cónyuges ante el sacerdote se introduce en el siglo XI y XII que es cuando surge la idea del matrimonio como sacramento. No obstante, los matrimonios contraídos sin ese sacramento siguen siendo reconocidos hasta el siglo XVI, hasta el Concilio de Trento. Sólo a partir de entonces cabe hablar de sacramento institucionalizado.

Lo cierto es que dentro de la iglesia oficial se combatió también el matrimonio. A la hora de la conversión, se consideraba imprescindible que los esposos se separaran y vivieran castamente, los casados eran menospreciados y se les negaba la esperanza de la salvación. Es cierto que el clero intervino en contra de los extremistas y que en ocasiones incluso dejó escapar algunas expresiones de admiración hacia el matrimonio, pero todas ellas quedan eclipsadas por la tendencia contraria y tiene razón Lutero cuando constata que “ninguno de los Padres de la iglesia ha escrito nada destacable en favor del estado matrimonial”, lo que se explica como concesión al “espíritu de la época”. En cambio todos los Padres elogian la virginidad, muchos de ellos en tratados específicos sobre el tema, pero ninguno escribe una apología del matrimonio, y más bien tratan de convertir a los casados al ascetismo. Esta misma propaganda incluso dio en considerar que algunos creyeran que las relaciones extramatrimoniales eran más disculpables que las matrimoniales, opinión que incluso hizo necesaria la intervención de un sínodo. También por eso la Iglesia ha canonizado a infinitud de vírgenes y viudad pero a ni una sola santa o santo que lo sea en virtud de su “vida matrimonial”.

El Tridentinum del Concilio Vaticano declaró anatema para todo aquel que dijera que el celibato y la virginidad no eran “mejores y más santos” (melius ac beatius), lo cual ha sido la posición oficial de la Iglesia hasta la actualidad, una posición que implica claramente una desvalorización del matrimonio y de la sexualidad. Pues si no se declaraba que los sacerdotes y los clérigos eran mejores que “los esclavos de lecho matrimonial” según formula el Corpus Iuris Canonici, no se concedería el tributo que estos tenían de acuerdo a su casta clerical.

Desde los primeros apologetas, San Justino, pasando por Tertuliano, hasta Clemente de Alejandría, se crea una opinión que liga al matrimonio con la satisfacción del placer y por tanto es “deshonesto”, dice Orígenes, el primer teólogo católico, “precursor de la escolástica”, para él todo lo sexual es “inhonestum”. Tertuliano, sin embargo, elogia a “aquellos que se ofrecen como eunucos por amor al reino de Dios”. Orígenes enseña que el Espíritu Santo se esfuma durante el contacto sexual, él mismo se emasculó para poder ser casto. San Jerónimo también dice que la relación sexual inhabilita para la oración. “O bien rezamos constantemente y somos vírgenes, o bien dejamos de rezar para hacer vida matrimonial”. “Si es bueno no tocar a la mujer” enseña invocando a San Pablo “entonces es malo tocarla”, los casados viven “al modo de las bestias”. San Agustín es el inspirador de la opinión medieval según la cual la cópula es un impedimento para la comunión. Los apologetas recurren a los Padres, San Ambrosio dice “el matrimonio es honroso, pero la continencia es más honrosa, pues si quien entrega su virginidad en el matrimonio obra bien, quien no la entrega obra mejor”. “La atadura del matrimonio es buena, pero es una atadura, el coniugum es bueno, pero deriva del iugum de un yugo mundano”. El matrimonio se convierte en una carga, una servidumbre, se desaconseja un segundo matrimonio, a su vez.

De acuerdo con su ideología ascética, la Iglesia dificultó las bodas con una gran cantidad de prohibiciones, desde el principio. Entre éstas distingue los “impedimentos dirimentes” que son motivo de anulación, como la impotencia, la consanguinidad o la diferencia de religión; y “los impedimentos impedientes” que convierten al matrimonio en ilícito, como el parentesco próximo y la diferencia de confesión religiosa. Todo esto tiene más importancia aún si tenemos en cuenta que muchas veces fue incluido en las jurisdicciones estatales.

La consanguinidad desempeñó un papel importante. En algunas sociedades no cristianas el matrimonio entre parientes ha sido relativamente frecuente, sobre todo, entre los antiguos peruanos, que se casaban con sus madres, sus hermanas y sus hijas, públicamente y sin reserva de ningún tipo. En Egipto los faraones tuvieron la obligación de contraer matrimonio con sus hijas durante generaciones: Cleopatra, por ejemplo, era el resultado de una de estas uniones. El Avesta, libro sagrado de los antiguos persas, recomienda el matrimonio entre hermanos como una “obra de devoción” y entre los germanos estos enlaces tampoco fueron excepcionales. En cambio, en el siglo XI el cristianismo llegó a prohibir los matrimonios hasta el séptimo grado, y se convirtió en derecho común, las razones esgrimidas por la iglesia eran para justificar el tabú del incesto.

Sin embargo si el matrimonio se ha tolerado por la Iglesia ha sido en expresión del mismo Lutero “para evitar poluciones y adulterios”. De este modo los días de castidad se suprimieron, porque de ese modo al conceder más libertas al matrimonio se evitaba las relaciones extramatrimoniales. Como diría Oscar Wilde: “La felicidad del hombre casado depende de la mujer con la que no se ha casado”.

San Pablo el primer autor cristiano, creía que el matrimonio sólo era admisible “en razón de evitar la fornicación”. Los esposos sólo podían separarse de mutuo acuerdo para rezar y después debían volver a reunirse inmediatamente para que Satanás no les hiciera caer en la tentación.

Este motivo paulino fue aprovechado también por San Agustín y su importancia no dejó de aumentar hasta la gran época de la escolástica. La iglesia exigía cada vez más con más rigor que los esposos estuvieran constantemente juntos porque así se aseguraba de que podían cumplir con el débito conyugal en cualquier momento, y se evitaban las escapadas. En estos casos, el matrimonio se considera como escribe Alberto Magno un “remedio contra la lascivia”, medicina contra concupiscentiam, o como dice lutero, un “específico para la fornicación”.

Pero la iglesia tenía otra más convincente razón todavía que la de evitar las relaciones extramatrimoniales, la de preservar su propia existencia, a través de la procreación humana. El mismo San Pablo al principio había reprobado este punto de vita como cínico-estoico, que sólo autorizaba las relaciones sexuales de los esposos si estaban encaminadas a la procreación. en cambio, cien años después, Justino el mártir escribe: “Desde el principio, contrajimos matrimonio con la única finalidad de criar hijos”. Del mismo modo todos los “Padres” de los primeros tres siglos rechazaron cualquier trato sexual que no estuviera encaminado a tener hijos. Al crecer la Iglesia sus dirigentes dejaron de contar con el colapso del mundo, en todo caso, contaban con su propio poder, y como engendrar hijos era casi la única justificación religiosa del matrimonio, cualquier contacto sexual que no tuviera este objetivo pasó a ser considerado “pecado”. El motivo paulino de evitar la “lujuria” para asegurar la salvación del alma, dejó entonces de ser relevante. Prescindiendo de unas pocas excepciones no volvieron a recurrir a él hasta San Agustín, cuando ya habían alcanzado poder, y dado que desde ese momento la descendencia no parecía estar por encima de todo, su importancia no dejó de aumentar en los comienzos de la escolástica y sobre todo en la época dorada de ésta.

En cualquier caso, la “procreatio prolis”, la multiplicación de la humanidad, siempre fue el más importante de los motivos, y es que, evidentemente, la Iglesia estaba pensando en sí misma. San Agustín tampoco creía que este género de las mujeres hubiera sido “creado para dar otro servicio al hombre que no fuera engendrar hijos”.

Por ello, la Iglesia recibía a los recien nacidos en sus brazos y finalmente bendijo las alcobas y los lechos matrimoniales, creando oraciones, Santa Liduvina, muerta en 1433, recibió el título honroso de Madre de las parturientas y santa comadrona. Para Lutero, dar a luz era la tarea más importante de la mujer y el feto era más importante que la madre, hasta tal punto que, en cierta ocasión apostrofa: “Danos al niño, y te digo más, si mueres por ello, entrégate de buena gana, pues verdaderamente mueres por una noble obra y por obediencia a Dios”. O: “Si se agotan y terminan muriendo a fuerza de embarazos, no importa, que sigan pariendo hasta morir, que para eso están”.

Esto es lo característico de la institucional matrimonial, una institución que durante dos mil años apenas ha tolerado el erotismo y menos el placer, sino que hasta las épocas más recientes no ha sido más que una especie de asociación con fines biológicos, pese a haber sido enaltecido el matrimonio como sacramento, sin embargo, la maternidad era el principal papel de la mujer, también en una época como la Edad media donde el promedio de la mortalidad infantil podía estar en torno al ochenta por ciento.

El cristianismo paulino, completamente dominado por los conceptos de pecado y salvación, es por principio y sobre la base de su riguroso dualismo, enemigo del placer. Por ello, en la religión del amor, cuanto más escaso e insulso es éste, mejor. El propio Lutero que nunca se cansó de explicar “cuán menospreciada y profanada” estaba “la institución del matrimonio bajo el papado”, que se mostraba tan complaciente en asuntos matrimoniales que, en caso de impotencia masculina, autorizaba la asistencia de terceros, que emitió la conocida sentencia de “si la mujer no quiere, acuda a la doncella” y que incluso enseñaba que “tampoco era contrario a las Escrituras” que alguien quisiera “cohabitar con varias mujeres” o que vivir con una o con dos mujeres era una cuestión tan irrelevante como vivir con una o con dos hermanas, el mismo Lutero creía que el acto matrimonial siempre está ligado al pecado, y a un pecado grave, “no diferenciándose en nada del adulterio o la fornicación, en tanto intervienen la pasión sensual y el placer nefando”, porque fuimos “corrompidos por Adán, concebidos y nacidos en pecado” y “el débito matrimonial nunca se cumple sin pecado”, “los cónyuges no pueden librarse del pecado”. De acuerdo con las reprimendas del Reformador, que algunas veces es más papista que el Papa (el “cerdo de Roma” o “el cerdo del Diablo”, como solía decir), la Iglesia se condenó por el “placer nefando”, más que por prescribir otras abominaciones o aberraciones que llevó a cabo en la historia.

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