jueves, 25 de agosto de 2011

la deconstrucción de la identidad

Beauvoir, Irigaray tienen diferentes posturas sobre las estructuras fundamentales mediante las cuales se reproduce la asimetría entre los géneros. La primera apela a la reciprocidad fallida de una dialéctica que es asimétrica, y la segunda argumenta que la dialéctica en sí es la construcción monológica de una economía significante masculinista, es decir, que ni siquiera existiría dialéctica. Beauvoir afirma que el cuerpo femenino debe ser la situación y el instrumento de la libertad de las mujeres, no una esencia definidora y limitadora. La teoría de la encarnación en que se asienta el análisis de Beauvoir está restringida por la reproducción sin reservas de la distinción cartesiana entre libertad y cuerpo.

Parece que Beauvoir mantiene el dualismo mente/cuerpo, aun cuando ofrece una síntesis de esos términos. La preservación de esa misma distinción puede ser reveladora del mismo falogocentrismo que Beauvoir subestima. En la tradición filosófica que se inicia con Platón y sigue con Descartes, Husserl y Sartre, la diferenciación ontológica entre alma (conciencia, mente) y cuerpo siempre defiende relaciones de subordinación y jerarquía política y psíquica. La mente no sólo somete al cuerpo, sino que eventualmente juega con la fantasía de escapar totalmente de su corporeidad. Las asociaciones culturales de la mente con la masculinidad y del cuerpo con la feminidad están bien documentadas en el campo de la filosofía y el feminismo.

En la interpretación de Irigaray, la explicación de Beauvoir de que la mujer "es sexo" se modifica para significar que ella no es el sexo que estaba destinada a ser, sino más bien el sexo masculino encore (y en corps) que discurre en el modo de la otredad. Para Irigaray, ese modo falogocéntrico de significar el sexo femenino siempre genera fantasmas de su propio deseo de ampliación. En vez de una postura lingüístico-autolimitante que proporcione la alteridad o la diferencia a las mujeres, el falogocentrismo proporciona un nombre para ocultar lo femenino y ocupar su lugar.

Irigaray afirmará que el "sexo" femenino es una cuestión de ausencia lingüística, la imposibilidad de una sustancia gramaticalmente denotada y, por esta razón, la perspectiva que muestra que esa sustancia es una ilusión permanente y fundacional de un discurso masculinista.

Este argumento da la vuelta a aquello que sostiene Beauvoir de que el sexo femenino está marcado, mientras que el sexo masculino no lo está, no necesita estarlo porque es omnipresente.

Pero Irigaray sostiene que el sexo femenino no es una "carencia" ni un "Otro" que inherente y negativamente define al sujeto en su masculinidad. Por el contrario, el sexo femenino evita las exigencias mismas de representación, porque ella no es ni "Otro" ni "carencia", pues esas categorías siguen siendo relativas al sujeto sartreano, inmanentes a ese esquema falogocéntrico. Así pues, para Irigaray lo femenino nunca podría ser la marca de un sujeto, como afirmaría Beauvoir. Asimismo, lo femenino no podría teorizarse en términos de una relación específica entre lo masculino y lo femenino dentro de un discurso dado, ya que aquí el discurso no es una noción adecuada. Incluso en su variedad, los discursos crean otras tantas manifestaciones del lenguaje. Así pues el sexo femenino es también el sujeto que no es uno. La relación entre masculino y femenino no puede representarse en una economía significante en la que lo masculino es un círculo cerrado de significante y significado. Paradójicamente, Beauvoir anunció esta imposibilidad en El segundo sexo al alegar que los hombres no podían llegar a un acuerdo respecto al problema de las mujeres porque entonces estarían actuando como juez y parte.

El resultado de divergencias tan agudas sobre el significado del género es más acerca de si género es realmente el término que debe examinarse, o si la construcción discursiva de sexo es de hecho más fundamental o tal vez mujeres o mujer y/o hombres y hombre, y hace necesario replantearse las categorías de identidad en el ámbito de relaciones de radical asimetría de género.

Simone de Beauvoir afirma en El segundo sexo que "no se nace mujer: llega una a serlo". Para Beauvoir, el género se "construye", pero en su planteamiento queda implícito un agente, un cogito, el cual en cierto modo adopta o se adueña de ese género y en principio podría aceptar algún otro. ¿Es el género tan variable y volitivo como plantea el estudio de Beauvoir?

Beauvoir sostiene rotundamente que una "llega a ser" mujer, pero siempre bajo la obligación cultural de hacerlo. Y es evidente que esa obligación no la crea el "sexo".

Si se los toma como la base de una teoría o política feminista, estos "efectos" de la jerarquía de género y de la heterosexualidad obligatoria no sólo se detallan erróneamente como fundamentos, sino que las prácticas significantes que hacen posible esta descripción metaléptica errónea continúan estando fuera del alcance de una crítica feminista de las relaciones entre géneros.

Introducirse en las prácticas repetitivas de este terreno de significación no es una elección , pues el "yo" que podría entrar ya está siempre dentro: no hay posibilidad de que el agente actúe ni tampoco hay posibilidad de realidad fuera de las prácticas discursivas que otorgan a esos términos la inteligibilidad que poseen. La tarea no es saber si hay que repetir, sino cómo repetir o de hecho repetir y mediante una multiplicación radical de género, desplazar las mismas reglas de género que permiten la propia repetición.

No hay una ontología de género sobre la que podamos elaborar una política, porque las ontologías de género siempre funcionan dentro de contextos políticos determinados como preceptos normativos: deciden qué se puede considerar sexo inteligible, usan y refuerzan las limitaciones reproductivas sobre la sexualidad, determinan los requisitos preceptivos mediante los cuales los cuerpos sexuados o con género llegan a la inteligibilidad cultural. Por tanto, la ontología no es un fundamento, sino un precepto normativo que funciona insidiosamente al introducirse en el discurso político como su base necesaria.

La deconstrucción de la identidad no es la deconstrucción de la política; más bien instaura como política los términos mismos con los que se estructura la identidad.

Las configuraciones culturales del sexo y el género podrían entonces multiplicarse o más bien su multiplicación actual podría estructurarse dentro de los discursos que determinan la vida cultural inteligible, derrocando el propio binarismo del sexo y revelando su antinaturalidad fundamental. ¿Qué otras estrategias locales que comprometan lo "no natural" podrían conducir a la desnaturalización del género como tal?


Judith Butler, El género en disputa, Profesora de la universidad de Berkeley

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