lunes, 22 de agosto de 2011

la mística de los Padres, el amor mariano

El amor mariano y místico hacia la Virgen es la expresión de una forma de sublimación donde los Padres de la Iglesia encontraron un recurso para transfigurar y adoptar un modelo de mujer que fuera posible con su ideal de vida, una imago materna. La mística es un intento casi conmovedor, a veces encantador, desde el punto de vista literario, de infundir vida a la metafísica, un intento que abarca desde el más sutil cosquilleo espiritual hasta la más estridente embriaguez histérica; autosugestión forzada como forma de evidenciar la fe, como estimulante religioso del alma, un drama estético-psicológico que, en sus diferentes representaciones, conocen el brahamanismo tardío, el budismo, el taoísmo chino, el gnosticismo, el maniqueísmo o el islamismo.

La religión griega no tarda en utilizar el concepto de lo “místico” con carácter metafórico, significando con ello, seria o irónicamente, aquello sobre lo que no se puede hablar. Es el sanctum silentium, el “stille swágen” de los antiguos místicos alemanes, que sirve de medio de expresión apropiado y sublime.

Por supuesto que una vez expresado muchas veces no ha resultado tan sublime. Y cualquiera que sea la impronta de la mística, más sensitiva o más voluntarista, o más filosófica, el Conocimiento siempre cuenta menos que la emoción y la Ratio menos que el arrebato; Dios siempre debe ser verificado espontáneamente, hay que sentirlo y poseerlo, hay que “echarse en sus brazos” como dice Matilde de Magdeburgo o “abrazarlo ardientemente” como dice Zinzendorf.

El místico quiere ser absorbido por “el Absoluto” de la misma manera que el amante por el amado. Estremecimientos voluptuosos y éxtasis aquí y allá. La mística no es concebible sin el erotismo, es nada menos que su criatura, un bestardo ciertamente altanero que reniega de su origen y sólo puede aparecer por medio de la represión de los instintos, que sólo puede engendrar esos excesos visionarios y todo ese vértigo divino por medio de la sublimación de los instintos; la mística son todos esos bailes de San Vito y mascaradas superespirituales de unos fieles que, dejando ver la trastienda, sólo pueden imaginarse su relación con lo metafísico bajo los símbolos del amor y el matrimonio.

El lenguaje de los extáticos divinos está salpicado de metáforas de intensa carnalidad y sus componentes eróticos no pueden ser marginados, ni siquiera minimizados, con sólo declarar que ninguna persona es capaz de “eliminar el componente sexual de una relación, y tampoco de la relación con la divinidad”, afirmación que queda inapelablemente demostrada por la mística amorosa. Ergo: no es una coincidencia que el sucedáneo místico de los hombres haya sido la mayoría de las veces una mujer, y el de las mujeres, un hombre, y que éste se había de dirigir hacia María, en los frailes, con un deseo obsesivo y ardiente, y hacia el Señor Jesús, en el caso de las monjas, con un deseo aún más fogoso. En unos casos se expresaba con el beso en el pecho de Nuestra Señora, en otros con la unión con el Esposo Espiritual, unión que tenía un carácter casi fisiológico.

“Queremos ser esclavos del amor”, dice José, el obispo de Leiria, en 1933. “¡Ay, cuántas veces Afrodita impone su sello en el amor de Dios!”, concluye Friedrich Schiller. Y Ernest Bergmann infiere además: “Sólo existe una clave interpretativa del secreto de la psique mística: la sexológica”.

En innumerables leyendas de la Edad Media María aparece excitante y encantadora concediendo satisfacciones sensuales además de las espirituales, cubriendo de leche a sus amantes, dejándose cortejar o acariciar, forzando a sus devotos a abandonar a sus novias y entrar en un convento. Precisamente los monjes más devotos eran quienes transferían a la Santísima Virgen todos los sentimientos sexuales que les estaban vedados convirtiéndola en su “novia” y teniendo en ella un ideal sustitutorio de la mujer, una mujer a la que evitaban y despreciaban, o a la que, al menos, debían evitar y despreciar. El frenesí del amor mariano no era muy diferente del frenesí del “amor libre” de aquella época.

Bastante antes de los cisterciences, una asfixiante mística mariana hizo estragos a fines del siglo X, y en el XI en Cluny, cuyo conocido abad Odilón se echaba al suelo cada vez que se pronunciaba el nombre de María. Hermann, un joven premonstratense, vivió en completa intimidad amorosa con la Virgen en el monasterio de Steinfeld. Algo parecido ocurrió con el primer abad de los cistercienses, Robert de Molesme. Gregorio VII y Pedro Damián, fanáticos del celibato y grandes misóginos, fueron también muy devotos de María.

Las intimidades clericales fueron creciendo, María ofreció su pecho a numerosos fieles. Así se representaba a Santo Domingo, y bajo la imagen del dominico Alano de la Roche resplandecía la siguiente leyenda: “De tal manera, correspondió María a su amor que, en presencia del mismo Hijo de Dios acompañado de muchos ángeles y almas escogidas, tomó por esposo a Alano y le dio un beso de paz eterna con su boca virginal, y le dio de beber de sus castos pechos y le obsequió con un anillo, como señal de matrimonio”.

San Bernardo de Claraval dice que “este santo ósculo”, sobre el Cantar de los Cantares, “es de efectos tan violentos que la Novia recibe al punto lo que de ella surge, y sus pechos se hinchan y por así decirlo rebosan leche”. Bernardo se recrea en la causa de su propia “elocuencia, dulce como la miel”. “Monstra te esse matrem” reza Bernardo ante la imagen de la madre de Dios y ésta inmediatamente descubre su pecho y amamanta al sediento orante.

El útero de María también fascinó enormemente a los santos, como la circuncisión y el prepucio de Jesús a las monjas. Ya en su infancia, Bernardo contempló en una visión cómo el niño Jesús surgía “ex útero matris virginis”. Y más tarde explica la frase “Jesús entró en una casa y una mujer llamada Marta le recibió”. Y se desliza de la casa de Marta a María, la casa es el símbolo del útero.

Por supuesto, esta clase de amor mariano es expresión evidente del instinto sexual, enmascarado por la forma religiosa, y siguió floreciendo en la edad moderna, como ilustra el texto de la “Futura boda perfecta”: “En verdad, todo deleite de la juventud y todo supuesto placer de los novios en la carne cuenta menos que nada frente a este goce celestial… Uno puede tenderse confortado junto a su seno y mamar hasta saciarse, y su fuerza nos es accesible, para consumirla en un juego amoroso paradisíaco. En su compañía hay un placer puro. Nunca jamás podrá ofrecerse a un hombre una novia terrenal con mejores prendas, más casta, más honesta y más agradable que esta virgen digna de veneración. Oh, placer puro, ven y visita a los tuyos más a menudo y haz que no falten más tus emociones amorosas, dígnate acogernos de continuo en tu íntima presencia, única y pura tórtola mía”.

Hay que darse cuenta lo que corresponde al Santoral, al Santo, que era como un secundón en la jerarquía de la doctrina, en toda esa Imaginería de la Escolástica. Estaba el centro del dogma teológico, donde la mujer ya hemos dicho no tenía valor para el hombre y se cuestionaba si tenía alma y era una obra del pecado, y debía ser evitaba, cuando no un monstruo horrendo que apestaba, etc, Y ahora lo que se trae es otra temática, que va a ser expuesta y cultivada por los santos. Los Santos eran como una segunda jerarquía, era lo que hacía posible el culto en la iglesia y el que los feligreses participasen en este culto, y por eso se creó toda una forma de adoración donde el pueblo podía dar salida a sus pulsiones amorosas, y poder hacer posible que el culto y el amor a una mujer se sublimase, para dar salida a todo un mecanismo de represión psicológico. Sin duda tuvo sus seguidores, y durante siglos. Y en las monjas, ellas eran las novias de Cristo y de Dios, el Esposo o su Amado, y esto también se cultivará sobre todo en el género monacal que dio lugar a la Mística de muchas santas, sobre todo, como Teresa de Avila y Matilde de Magdeburgo. De esta forma se explica cómo es posible que puedan convivir dos tratamientos hacia la mujer, uno discriminatorio que la evitaba, y otro que la alzaba por encima de los altares y la sublimaba. Una cosa era el cuerpo central de la Teología y otra la temática del Santurrón. El santo podía ser nombrado, se le podía hacer humano, era una forma de acercarse al pueblo y no apartarse del todo, con sus costumbres y adoraciones. Esto también pasaría hoy día, por ejemplo , con el cuerpo de la Publicidad, ahí se puede decir de todo, se puede atacar a cualquiera, cualquier santurrón, pero el Poder, en su cuerpo dogmático, queda sin embargo herméticamente cerrado, su doctrina, y no se puede tocar fácilmente.

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