viernes, 19 de agosto de 2011

el tratamiento del problema del aborto en la mujer a través de la moral cristiana

Los abortos, así como su castigo, tienen un origen remoto, como testimonian algunos de los escritos más antiguos, desde siempre han existido embarazos no deseados. Algunas de las grandes religiones no conocen ninguna prohibición expresa del aborto, el Islam incluso llega a permitir la operación hasta el sexto mes, entre los antiguos griegos y romanos también era normal; Platón y Aristóteles lo defendieron y la sociedad en que vivían lo consideraba “bueno”; tal vez esa fue la razón por la que San Pablo, el martillo de los pecados, no tocó el problema.

Fue a partir del siglo II en adelante, cuando la Iglesia preocupada por la mayoría del “Pueblo de Dios” había definido el aborto como un grandísimo crimen. “Toda mujer -enseña San Agustín- que hace algo para no traer al mundo tantos hijos como podría, es tan culpable de todos esos asesinatos como la que intenta lesionarse después del embarazo.

Las abortistas eran tratadas como homicidas y según el sínodo de Elvira (306) tenían que someterse el resto de sus vidas a penitencias públicas, que fueron reducidas por sucesivos documentos eclesiásticos a diez años para las culpables y en algunos casos veinte años para los cómplices. Una tentativa de aborto era perseguida en la Edad Media como si fuera un asesinato, a veces la interrupción del embarazo debía ser expiada durante doce años y el infanticidio con quince y en caso de homicidio premeditado de un lactante, la culpable podía acabar sus días internada en un convento. La Iglesia aún no admite en la actualidad ni la indicación eugenésica (la interrupción del embarazo por enfermedad mental de la madre u otras enfermedades heredables por el feto), ni la ética (interrupción de un embarazo producto de una violación), ni la social (pobreza, madre soltera o demasiado joven), e impone la excomunión a todos los implicados, incluida la mujer afectada.

Según estimaron los Padres, incluido Santo Tomás, el alma inmortal penetraba en el cuerpo de los niños a los cuarenta días desde la concepción, y en el de las niñas a los ochenta días, un ejemplo más de discriminación de la mujer.

El brazo secular de la Iglesia actuó brutalmente contra el aborto y el infanticidio, a menudo castigados del mismo modo. Con frecuencia, las muchachas culpables eran insaculadas, es decir, metidas en un saco, a veces junto a un perro, un gallo, un gato y una serpiente, y arrojadas al agua mientras entonaban una canción. En el siglo XVIII la cristiandad todavía eliminaba de ese modo a las jóvenes madres. En casi toda Europa, eran atormentadas con tenazas ardientes, enterradas en vida o empaladas. “Enterrad viva a la exterminadora de niños, una caña en la boca y una estaca en el corazón”, establece, concisa y concluyentemente, la Instrucción de Brenngenborn de 1418.

La constitución Criminalis Carolina del devoto Carlos V, legislación penal que siguió vigente hasta el siglo XVIII, y en algunos estados alemanes hasta 1871, era algo más civilizada y humana. “Si una mujer mata con premeditación, nocturnidad y alevosía a un hijo suyo vivo y ya formado, generalmente será enterrada viva y empelada. No obstante, para evitar complicaciones en estos casos, dichas malechoras pueden ser ahogadas cuando en el lugar del juicio la disponibilidad del agua lo haga posible. Mas si tales crímenes suceden a menudo, con el objeto de atemorizar a tales malas mujeres, queremos autorizar el recurso al mencionado enterramiento y empalamiento, o que se desgarre a la malechora con tenazas ardientes antes de ser ahogada, todo ello según el consejo de los expertos en derecho”.

Y esto en virtud de la moral de la Iglesia y del derecho eclesiático. Es cristianismo es el responsable de que hoy día sigan existiendo leyes contra la interrupción del embarazo en la mayoría de los estados de nuestro ámbito cultural, también en los países latinoamericanos, en Africa, donde hay una gran morbilidad de niños al mismo tiempo porque no nacen con todas las condiciones de salubridad.

En Alemania, el artículo 218 del código penal, en su redacción de 1871, castiga a una embarazada que haya abortado con hasta cinco años de prisión y a los cómplices con hasta diez años, a finales de la dictadura de Hitler se introdujo la pena de muerte para ese supuesto. El proyecto de reforma de la legislación penal de 1962 mantuvo la prohibición del aborto con limitadas excepciones. Y desde 1973, según la ley vigente, una mujer que “matara al fruto de su vientre o permitiera su muerte a manos de otro” puede pasar hasta cinco años en la cárcel.

Cierto es que en la actualidad las sentencias son más suaves y la gran mayoría de los casos ni siquiera llegan a juzgarse, lo que aumenta la injusticia que sufren quienes son castigados con multas y penas de prisión, que casi siempre pertenecen a los grupos más débiles de la sociedad. “Todavía no ha habido ninguna mujer rica que haya comparecido ante el juez a causa del artículo 218″, declara el reputado jurista socialdemócrata Gustav Radbruch. El derecho germano-occidental que prohíbe el aborto incluso en las peores situaciones de necesidad social, lo autoriza sólo por indicación médica, y con el repaldo de una comisión de expertos. En nuestro derecho, que está autorizado en las tres indicaciones, indicación ética, médica y eugenésica, se necesita también una garantía médica e informe prescriptivo.

En los EEUU donde la batalla del aborto no empezó hasta hace poco tiempo, la interrupción del embarazo se castiga en todo el territorio, con penas que van desde uno a veinte años de prisión, aunque también allí las leyes se aplican sólo esporádicamente. En la mayoría de los casos se considera punible la simple tentativa de aborto. A comienzos de los setenta, treinta y un estados sólo autorizaban el aborto si peligraba la vida de la madre.

Pese a todo, la intervención es legal desde 1973. La mortalidad ha disminuido notablemente; en Nueva York y como consecuencia de un número menor de hijos no deseados, el porcentaje de nacimientos de hijos naturales se ha reducido a casi la mitad, el de expósitos en casi un tercio y la carga social en varios millones de dólares. Sin embargo, diversos grupos, sobre todo los católicos, lanzan ataques contra el aborto. hasta un juez del Tribunal Supremo como Harry Blackum, de signo conservador, expone la siguiente queja: “Nunca he recibido tantas cartas agresivas. Se me acusa de ser un Poncio Pilatos, un Herodes y un carnicero de Dachau”.

Pero la iglesia hasta muy entrado el siglo XX siguió prohibiendo el aborto incluso si existía peligro para la vida de la madre. “El aborto es un crimen que caracteriza como casi ningún otro el bajo nivel moral del mundo moderno”, escribía el teólogo Háring, en un momento en que la humanidad estaba siendo sacudida por otros crímenes mucho más atroces, como el exterminio judío y la bomba atómica, y el genocidio de extremo oriente. Y es que estos crímenes deben ser vistos y puestos en relación con la gran cantidad de terror que se cometía también en las épocas, para entender la naturaleza común del castigo, y desde luego ver la injusticia general.

La legalización de la interrupción del aborto reduce considerablemente la mortalidad y la morbidad. Un aborto realizado por especialistas prácticamente no tiene riesgos, en todo caso, tiene menos riesgos que un nacimiento normal. En todos los lugares en los que el aborto bajo atención médica está permitido, las conocidas consecuencias de las intervenciones ilegales, fiebre, infecciones, un cierto tipo de esterilidad, tienden a desaparecer de inmediato. Y la mortalidad en los abortos legales es inferior a los abortos ilegales.

De esta manera millones de mujeres se han convertido en las víctimas de unas instituciones religiosas que le negaban el auxilio humanitario, que seguían influyendo en nuestras leyes, que seguían condenando por el dogma del pecado original, que intentaban sabotear la educación sexual de los jóvenes en los colegios o que alimentaban la hipocresía y las agresiones en la sociedad.

En Francia a mediados de siglo, había tantos abortos como nacimientos, dos terceras partes de las pacientes eran mujeres casadas. Las que se sometían a la intervención no eran jovencitas que habían tenido alguna aventura inconfesable, sino madres que no podían alimentar a más hijos. En los años sesenta, el 80% de las francesas había abortado alguna vez.

Por las mismas fechas en Estados Unidos quedaban interrumpidos alrededor del 80% de los embarazos prematrimoniales, el 15 % de los matrimoniales y más del 80 % de los postmatrimoniales. Es bastante significativo que los estados se preocupasen de advertir a los estudiantes de medicina sobre los problemas sociales y legales del aborto, siendo tan escasos los debates sobre técnicas de interrupción del embarazo, se podían haber desarrollado métodos eficientes y seguros si la moral dominante no lo impidiera en ese momento.

En los años cincuenta en Alemania se calculaba que por cada nacimiento en la República Federal se producían unos dos abortos. Aproximadamente entre el 15 % y el 20 % de las pacientes no pueden tener más hijos, la cifra estimada de abortos anuales hasta hace pocos años era de varios cientos de miles, pese a la píldora, con miles de mujeres muertas durante esas intervenciones.

En 2008 abortaron en España 115.812 mujeres. Esta cifra representa un aumento del 3,27% respecto a 2007. El Ministerio de Sanidad, que da los datos, lo considera una “tendencia a la estabilización”, porque entre 2006 y 2007 el número creció un 10,3%, y desde 2004 los incrementos siempre habían superado el 6%. Si se descuenta el efecto de aumento de población, también se refleja esta cierta estabilización. La tasa de abortos por cada mil mujeres entre 15 y 44 años está en 11,78, cuando en 2007 era del 11,49 (un aumento del 2,5%). Aun así, ambas cifras, la absoluta y la relativa, son las mayores desde 1999. Estas cifras confirman que algo falla en la educación sexual. Y hay más datos en esta línea. Un 33,76% de las mujeres que abortaron en 2008 ya lo habían hecho antes. Esta proporción va en aumento desde 2000, cuando las repetidoras fueron el 23,15%.

Por primera vez, Sanidad da los datos de las mujeres desglosados por origen. Así, se ve que 2.032 no residían en España (el 1,8% de las que abortaron). Descontadas éstas, llama la atención que sólo el 45% tenía nacionalidad española. Es decir: el 55% de las que interrumpen su embarazo son extranjeras, lo que quiere decir que se trata de un grupo de población en el que, por exclusión, falta de información o motivos culturales, el aborto está mucho más extendido. El significado de esta proporción es mucho mayor si se tiene en cuenta que las mujeres nacidas fuera de España son sólo un 11% de la población femenina.

Los datos también indican uno de los mayores cambios que habrá si se aprueba la modificación de la ley del aborto que proponía el Gobierno. Prácticamente el 97% de las mujeres que abortaron se acogieron al supuesto de que existía un grave riesgo para la salud física o mental de la madre, que permite realizar la intervención sin límite de tiempo. Esta posibilidad puede desaparecer. En cambio, las mujeres no tendrán que dar ninguna explicación para interrumpir su embarazo si lo hacen antes de la semana 14 de gestación. Sanidad también destaca como positivo que el número de menores de 19 años que abortaron, ha bajado por primera vez y es un 1,27% inferior al de 2007. Aun así, en términos absolutos representa 10.221 mujeres, un 8,8% del total.

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