jueves, 18 de agosto de 2011

la demonización de la mujer en la Edad Media

La misoginia de los teólogos condujo a una devastadora actividad, a partir de sermones en parroquias, catedrales y en una extensa literatura misógina. En ella, la mujer aparecía como la muerte del cuerpo y el alma, como una arpía o un lazo diabólico, un señuelo o una ponzoña inoculada, en una palabra, como una ramera. En un poema del obispo francés Marbodio de Rennes (1035-1123) el prelado subsume bajo el concepto de “ramera” a todo el sexo femenino.

La historia de la cultura le debe a un dominico italiano el desdichado alfabeto femenino: avidissium animal, bestiales baratrum, concupiscentia carnis, duellum damnosum, etcétera, en él la mujer es representada como la Peste, el naufragio de la vida, la Bestia y símiles parecidos.

Finalmente esta demonización continuada de la mujer la llevó a la hoguera, convertida en bruja. En el año 1484, Inocencio VIII, el gran progresista, había hablado en su bula Summis desiderantes affectibus de “muchísimas personas de ambos sexos” (quamplures utriusque sexus personae) que “tienen trato carnal con espíritus nocturnos galantes”. Pero lo que podemos considerar como el comentario de la bula, el Martillo de las Brujas de los dos legados papales, los dominicos Institoris y Sprenger, que apareció en 1489 y alcanzó las treinta ediciones, se dirigió casi exclusivamente contra la mujer. “Para los entendidos”, como declaran, está muy claro que “se encuentran infectados de la herejía de los brujos más mujeres que hombres. De ahí que, lógicamente, no se pueda hablar de herejía de brujos, sino de brujas, si queremos darle el nombre a potiori, y loado sea el Altísimo que ha preservado hasta hoy al sexo masculino de semejante abominación”. Ambos cazadores de brujas sólo amenazan al hombre como de pasada y ante todo a los maridos, hijos y abogados que apoyan a las acusadas.

El odio patológico a la mujer que contiene este libro, que invoca sin vacilaciones a los Padres de la Iglesia, desde San Agustín a San Buenaventura y Tomás de Aquino, lleva a sus autores a afirmar, entre otras cosas, que la mujer no sólo tiene un entendimiento más débil y carnal que el hombre, sino que además su fe es menos sólida. Como prueba, la etimología de la palabra “femina”, mujer, está compuesta de “fe” y “minus”, es decir, femina resulta de quien tiene menos fe. En efecto, la mujer es “sólo un animal imperfecto”, como dijo santo Tomás.

Durante siglos fueron sobre todo mujeres quienes sufrieron acusaciones y torturas y quienes fueron enviadas a la hoguera, incluso en los países protestantes, pues Lutero estaba de acuerdo con los papas en lo referente a incinerar a las “rameras del Diablo”.

En el siglo XVII todavía se calumniaba a la mujer en los sermones, el muniqués George Stengel, uno de los jesuitas más relevantes de su tiempo niega a las mujeres tanto la religiosidad como el entendimiento, “puesto que tienen tanto cerebro como un espantapájaros” y escribe que “la mujer tiene ventaja sobre todos los demás seres en la mentira y el engaño”, siguiendo a un Padre y Doctor de la Iglesia, San Juan Crisóstomo, a la hora de tachar a la mujer de “mal sobre mal”, “una serpiente contra cuyo veneno no hay antídoto”, “una tortura y un martirio”, o repitiendo las injurias de San Ambrosio, que pensaba que la mujer es “la puerta a través de la cual el Diablo llega hasta nosotros”.

En los umbrales del siglo XVIII Abraham de Sancta Clara, un predicador de rotunda oratoria, recurría a la literatura mundial desde Salomón hasta Petrarca a la hora de maldecir a la mujer. Y a comienzos del siglo XIX todavía aparecían escritos referidos a la disputa escolástica “Habeat mulier animam?” (¿tiene alma la mujer?).

Aún hoy que el papel de la iglesia ha cambiado con el anuncio del aggiornamiento de Pablo VI y antes con Benedicto XV que se pronunció a favor del voto femenino, pero porque se considera que la mujer clerical es más conservadora. Y en cierto sentido se afirma ahora el papel de equiparación de la mujer con el hombre en la familia, donde ambos encuentran una posición de igualdad, se declara la igualdad de derechos ante la ley. Aún así se sigue fundamentando en el respeto y la obediencia que se deben entre sí, de la mujer hacia el marido, pero también supone como en la legislación civil, un entendimiento del marido hacia la mujer, en una reciprocidad de obligaciones y de leyes de obediencia mutua.

Hoy día el papel de la mujer ha cambiado por la consecución de su propia dignidad y de sus derechos, y la iglesia ha tenido que reconocer su nuevo puesto, al menos ha dejado de perseguirla como lo hizo en la Edad Media. Aún así es cierto que todo este menosprecio sentido hacia ella todo ese tiempo puede arrastrar una carga elevada de maltrato todavía hacia ella, y donde la sexualidad y el puesto que ella ocupaba aquí era la causa de todos los problemas para el hombre. La mujer ha tenido que liberarse a sí misma, sin ayuda casi de nadie, de ningún hombre, sino desde la sociedad civil y una visión más igualitaria. La Iglesia actualmente sostiene que ha otorgado una dignidad nueva a la mujer, desde su nueva posición, que la ha liberado de las cadenas de la esclavitud, e intenta sostener un discurso en cierta manera reconciliador con los tiempos actuales.

También el protestantismo mantuvo la discriminación católica de la mujer. Como cualquier Padre de la iglesia, Lutero interpretó la historia del pecado original en beneficio del hombre, al que correspondía el “mando”, mientras que la mujer debía “humillarse”. El hombre era “mayor y mejor”, el “custodio del niño”, la mujer es un “medio niño”, un “animal salvaje”, la “mayor honra que le cabe es que todos nosotros nacemos gracias a ellas”.

En 1591 una serie de teólogos luteranos discutieron en Wittenberg sobre si las mujeres eran seres humanos. En 1672 apareció en la misma ciudad el escrito Foemina non est homo. Era la misma década en que en Wittenberg se disputaba sobre la posibilidad de que un camello pasara por el ojo de una aguja y en que aparecía un Tratado de ciencia natural sobre las pócimas de las brujas.

El Vaticano Segundo no ignoró del todo la situación de la mujer en la Iglesia y la sociedad, lo trató con notable concisión en la forma de las llamadas Encíclicas sociales, que son cartas con las que los papas exhortan a las familias a tener compasión con los pobres. En este caso se declaró a favor del “derecho a la libre elección del cónyuge y de la forma de vida” de la mujer, así como de la “participación de la mujer en la vida cultural”. Aunque la forma externa actual de la iglesia católica sigue probando la marginación de la mujer, al ser su conciliábulo puramente masculino. Y eso que al comienzo de los años 60 en el siglo XX había tantos católicos como católicas, y alrededor de 370.000 frailes y seglares frente a 1.250.000 monjas.

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